viernes, 6 de abril de 2012

Simón Esaín

Floreo

In memorian Héctor Atela

Al principio de su conocimiento resulta llamativa, pero pronto se vuelve más que curiosa esta relación, tan atenta y especial, donde la hombría de cada vecino es como una jarra de cristal que cada cual llevara izada en constante equilibrio sobre la palma de la mano inhábil, mientras alrededor sucede la vida cotidiana. A estar por lo que a ellos parece, una situación tirante y natural sin embargo, donde lisonjas y elogios mutuos empalagan como jaleas caseras, pero es que desde los mismos saludos mañaneros lubrican a diálogos y versos, cual si todo se tratara de versos. Por cierto, el halago disciplinado hacia el comportamiento y las cualidades propias, o en su otra versión epigramática, a las costumbres tan compartidas, no son manera generalizada porque sí, postura tradicional de gente amable, juguetona, proclive a las exageraciones y retruques como su fórmula para encomendarse al placer del trato, sino la precaución inseparable que se requieren, más claro aún, que los iguala y se exigen unos a otros como cláusula constitutiva del nivel de la armonía posible, que no admite tropezones ni olvidos en momento alguno, como si tal armonía, dije, fuera agua en tránsito.
Ya había salido uno a florearse en la milonga anterior, que sólo dio pie para una entrada, ésa, la de un llamado Rafael Contreras, a tal hora adobado por demás, morocho pintado a la viruela, de profesión milico de pueblo, considerandosé Carlos Rolón, dueño del turno en la guitarreada sobre el escenario, obligado esta vez, dijo, avisó, que iba a tocar y cantarnos otra hasta que todos se florearan.
Andaba otro alma en pena yendo y viniendo por la pasada dejada a propósito entre las mesitas exiguas, las rodillas convergentes y los codos desparramados, yendo y viniendo de la cantina a los baños, cuya antesala hace en estas ocasiones de vestuario y bambalinas, y desde, digamos, estos vestuarios a la cantina de vuelta, como si fuera a buscar algo. No podía dejar de llamar al ojo porque lucía motivos pampas en una gorra tejida en lana a dos colores, tumbada sobre una ceja, y por más señas, tirador con iniciales de plata en la faja posterior, y bombachas negras correntinas haciendo juego con la gorra, pero es que andaba con unas ganas de florearse, primerizas tal vez de este hombre, que no le dejaban tranquilas las piernas.
Empezó y siguió la milonga de Rolón, y enseguida se puso a provocarlo su melopea, y luego a urgirlo, ya entre los cantos finales, cuando varios otros habían intervenido cosechando aplausos y hasta vivas, si dedicaban un buen remate acertado a su floreo, para aludir al guitarrero que se había ofrecido a hacerles cancha o a mentar la misma concurrencia.
Fue en esta otra pasada de ida que se plantó el del cuento, buscando dar el frente a Rolón, largando mientras seguía viniendo hacia delante, unas primeras palabras, temblorosas como ovejas cansadas que recién dejan el brete a la nochecita, pero palabras sobre las que, desde atrás del baile, desde su apostadero tras un grupo de mirones y un tambaleo físico bien suspendido contra su mesa, la voz aguardentosa y prepotente de Contreras resucitó con mayor fuerza y les impuso un chorro de décimas, entre empujadas y confusas, que continuaron viaje ya dejadas solas a cargo del floreo, tras el cuerpeo instintivo del nervioso de la gorra blanquinegra, solas y ganadoras en amplitud y confianza, como a veces pasa.
El que les digo, al que por las dudas vamos a llamar López, como si repitiera su caminata de regreso entre mesas, rodillas y codos apiñados, esta vez siguió derecho hacia Contreras el declamante, hacia el fondo del salón y el grupo que lo rodeaba, y de su verija derecha se fue sacando, a cada palabra declamada allá por cada palabra callada acá, les fue sacando un cuchillito de servirse asado que al final le abrió el camino y dejó entre ambos nada más que la mesita sobre la que el milico antes bien parecía descargar un discurso político, que enseguida perdió temperatura como para sostener esa categorización, tal si le hubieran zampado un balde de agua; empezó a convertirselé en despedida colegial del sexto grado en la escuelita rural; y enseguida en excusas de gordo antes de una carrera a pie para aficionados, y de inmediato en silencio de hombre grave sentado entre su mujer e hijos menores, viendo pasar por delante de su modesta cerveza y las naranjadas, el corso criticable de la vida ajena.
Así que este otro se volvió, sin pérdida de su compostura, sin dejar ver dónde guardaba el cabo de plata, y retomó su interrumpido floreo, sereno y prudente, sin repetirle a la atenta audiencia el primer verso titubeado, que ya había dicho para todos, fijensé en la delicadeza del detalle, más firme la voz pero conservada la dulzura que le era propia, y se fue por detrás del último verso, desenrollado medio de apuro, para los baños cuya antesala hace de vestuario y bambalinas al salón de La Noria Chica, bastante bien aplaudido, considerando como venían presentandoselé las cosas.
Entre tanto, la jarra de Contreras Rafael, hecha añicos y entre las patas de las mesas y las sillas y la gente que no bailaba porque ni lugar había, dejaba escapar su aroma a vino rancio.