miércoles, 21 de mayo de 2014

GEORGE STEINER / TIENE FUTURO LA VERDAD ?

" Nada nos destruye mas certeramente que el silencio de otro ser humano"          George Steiner




Tiene futuro la verdad? 

George Steiner

Ahora bien, se puede decir con razón que no hay que preocuparse por cosas que sucedieron hace miles de millones de años y que no podemos ni siquiera imaginar. Estoy de acuerdo con eso. Pero no estoy completamente seguro de que el argumento sea tan simple. Lo que me fascina es: ¿A qué distancia tiene que estar una fecha para que empecemos a preocuparnos? La desintegración del sistema solar, el problema de la desintegración de nuestra galaxia: ¿En qué punto la imaginación humana tendría de súbito esa percepción supremamente terrorífica de que el tiempo futuro choca contra un muro, de que hay una realidad a la que el tiempo futuro de nuestro verbo “ser” no puede aplicarse, en la que no tendrá ningún significado? ¿Cuándo esos muros de la entropía, del enfriamiento del universo, como se le llama, presionarán sobre nuestra sensación de una posibilidad eterna de vida?
El segundo ejemplo está mucho más cerca de nosotros y es, obviamente más realista. Se han acumulado pruebas de que es muy difícil para el hombre, particularmente para el llamado hombre desarrollado, altamente cualificado y tecnológicamente equipado, soportar largos periodos de paz. Hay un desacuerdo considerable sobre la naturaleza de las fuerzas que se alzan dentro de nosotros. Hay una imagen bastante simple –y muy sugerente– que he oído a veces. Cuando un músculo muy entrenado no se ejercita durante cierto periodo de tiempo, diversos ácidos, un tipo de toxicidad venenosa, se acumula realmente entre las fibras. Todo empieza a doler, a descomponerse, a atormentar al cuerpo. Uno tiene que moverse, tiene que usarlo de nuevo.


pArece como si las grandes fuerzas del aburrimiento, del fastidio, construyeran en nuestro interior complejos sistemas sociales y crearan tensión para lograr una violenta liberación. De ser así, la guerra no sería una espantosa forma de estupidez de los políticos, un accidente que una mente sana podría sin duda haber evitado. No; sería una especie de mecanismo de equilibrio esencial para mantenernos en un estado de salud dinámica. Y aunque digamos esto, sabemos que es un horrible absurdo, porque estamos ahora en un punto en que, nos topamos con guerras en las que no hay supervivientes, ni segunda oportunidad, ni reparación del equilibrio del cuerpo político.
Mi tercer ejemplo del tipo de verdad que es peligroso para la supervivencia de la sociedad es todavía más presente, todavía más inmediato. Hasta ahora he procedido con sumo cuidado, aunque sólo haya sido porque no tengo ninguna competencia profesional. Todos estamos más bien desconcertados por las acusaciones y las contraacusaciones que vuelan de un lado a otro en el campo de la genética: la discusión sobre la raza y la inteligencia. Están los que nos dicen que algunas razas están destinadas a no alcanzar nunca un cierto nivel del cociente de inteligencia, o un cierto nivel de rendimiento intelectual, mientras que otras razas tienen, por decirlo así, una ventaja innata en las múltiples esferas de la realización intelectual que hoy determinan la estructura de poder en el mundo. Otros científicos dicen: “No hagáis caso de esas estupideces. El CI es un test montado por Occidente, es un elemento de chantaje contra otro tipo de culturas y capacidades; ésas son teorías nazis que presumen de respetabilidad pseudocientífica”. La discusión se hace cada vez más encarnizada, y es sumamamente difícil para el profano llegar a una visión clara de lo que que se está diciendo y del tipo de pruebas que se le ofrecen. Por eso, permítaseme una “hipótesis”, y les pido que subrayen la palabra “hipótesis” con tres líneas rojas por lo menos. Supongamos que la conjetura de ciertos científicos es correcta: que el entorno, por muy excelente que sea, por muy cuidadosamente tratado que esté, es responsable de algo así como el 20 % o menos de la dotación y las posibilidades futuras de los seres humano, y que el 80 % o más de lo que somos, está programado genéticamente y es herencia racial. Supongamos que esto fuera cierto: ¿Qué debemos hacer con este tipo de conocimiento? Porque toda clase de consecuencias políticas y sociales podrían derivarse inmediantamente de ahí, en términos de educación, de acceso al poder político o a técnicas económicas. ¿Cerramos la puerta? Podemos decir: “Muy bien, no nos interesan sus resultados, ni siquiera queremos conocerlos. La sociedad no ha alcanzado un punto de sabiduría, de sanidad y de equilibrio en el que pueda manejar ese tipo de dinamita. Paren su investigación. No la financiaremos. No reconoceremos sus laboratorios. No daremos ningún título a las tesis escritas en ese campo”. (Éstas no son sugerencias periodísticas. Están siendo planteadas ahora mismo por científicos, sociológos y académicos muy serios, muy humanos y profundamente preocupados.) O podemos decir, por el contrario: “Muy bien, adelante, continúen su investigación sea cual sea el fin o la verdad a la que conduzca. Y si el fin es totalmente insostenible en términos morales, en términos de esperanzas humanas, de equidad, de coherencia social, al diable con ello; así es como está construido el universo y nosotros, simplemente, no podemos dejar de investigar”. Repito que todo esto no es un problema imaginario. Está sobre nosotros exactamente ahora. Y es sólo uno de los muchos ejemplos dramáticos en los que la antigua tradición de ir tras los hechos a cualquier precio está empezando a chocar con los muros del absoluto peligro social e incluso de la imposibilidad.
Las críticas de la verdad a las que acabo de referirme, la angustia causada por este tipo de debates, han provocado hoy una fuerte nostalgia por la inocencia política entre los jóvenes. Se nos dice por todas partes que debemos abandonar la “investigación pura”, que deberíamos desmantelar lo que se llama la “prisión académica”, que debemos poner a pastar el cerebro cartesiano mientras el instinto juega. Se nos dice por científicos ahora muy de moda que nuestra obsesión occidental por la verdad es realmente patológica. Según comprendo la teoría, tiene algo que ver con el hecho de que hemos utilizado principalmente la mitad izquierda de nuestro cerebro, la verbal, la mitad griega, la mitad ambiciosa, dominadora. En la descuidada mitad derecha está el amor, la intuición, la misericordia, las formas orgánicas y más antiguas de experimentar el mundo sin agarrarlo por el cuello. Se nos exhorta a abandonar la orgullosa imagen del Homo sapiens –el hombre conocedor, el hombre a la caza del conocimiento– y pasar a esa visión encantadora del Homo ludens, que significa sencillamente el hombre que juega, el hombre relajado, intuitivo, el ser pastoril. No más búsqueda de lo ilusorio, del hecho posiblemente destructor, sino búsqueda del yo, de la identidad, de la comunidad; esto, se nos dice, es extremadamente importante si no queremos cometer literalmente un suicidio social. Quizás –y esto está siendo dicho por hombres de gran integridad– pueda haber tecnologías alternativas de bajo consumo, reciclaje, conservación, una especie de intento de deshacer esa rapacidad, ese salvajismo suicida de la revolución industrial, a que nos referíamos en relación con Lévi-Strauss. Si puede existir lo que se llama una “tecnología alternativa”, ¿por qué no una lógiva alternativa, un modo de pensar y sentir alternativo? Antes de ser cazador, el hombre fue recolector de bayas junto al jardín del Edén.
A esto, yo daría muy provisionalmente las siguientes respuestas. No creo que funcionara. En el nivel más empírico y más brutal no tenemos en la historia ningún ejemplo (aparte de la masiva destrucción militar o de tiempos de guerra) de un sistema económico y tecnológico complejo que vuelva hacia atrás a un nivel de sobrevivencia más simple, más primitivo. Sí, puede hacerse de manera individual. Todos, yo creo, tenemos ahora en la universidad algún antiguo colega o estudiante que planta en algún lugar su huerto biológico, que vive en una cabaña en el bosque o que trata de educar a sus hijos lejos de la escuela. Individualmente podría funcionar. Socialmente, pienso, es música celestial.
Segundo, y más importante, va contra la historia de nuestra estructura cerebral tal como hemos usado en Occidente. En nuestro cerebro, la búsqueda de la verdad está, creo, fatalmente impresa –y sé que cuando empleo la palabra “impresa” tomo prestada una metáfora problemática–. Impresa, creo, por la dieta, el clima, los excedentes económicos, que inicialmente pusieron en funcionamiento la potencialidad innata de aquellos milagrosos y peligrosos seres humanos, los antiguos griegos, para una gran y continuada explosión de genio.
Si mi planteamiento es acertado, seguiremos formulando preguntas una y otra vez. El filósofo alemán Heidegger lo expresa bien. Dice que las preguntas son la devoción, la oración, del pensamiento humano. Yo estoy tratando de plantearlo un poco más crudamente. Nosotros, en Occidente, somos un animal construido para plantear preguntas y tratar de lograr respuestas cueste lo que cueste. No institucionalizaremos la inocencia humana. Podemos intentarlo, aquí o allí. Podemos intentar tratar con mayor cuidado el medio ambiente. Podemos tratar de evitar en alguna medida el despilfarro brutal, algo de la inhumanidad y la crueldad verdaderamente necia para con los animales, para con los seres humanos menos privilegiados, ideales que marcan incluso los grandes años del Renacimiento y la Ilustración. Esto sin duda debe hacerse.
Pero, yendo al fondo de la cuestión, somos claramente un carnívoro cruel construido para avanzar, y construido para avanzar contra y por encima de los obstáculos. En realidad, el obstáculo nos atrae magnéticamente. Hay en nosotros algo esencial que prefiere la dificultad, que busca la pregunta complicada. En última instancia, es por esto por lo que los más dotados, los más enérgicos de nosotros han sabido –tal vez sin articular este conocimiento– que la verdad es más compleja que las necesidades del hombre, que en realidad puede ser completamente ajena e incluso hostil a esas necesidades. Lo explicaré.
Fue una creencia profundamente optimista, mantenida por el pensamiento clásico griego y ciertamente el racionalismo europeo, que la verdad era de alguna manera amiga del hombre, que fuera lo que fuera lo que se descubriese beneficiaría finalmente a la especie. Podía llevar mucho tiempo. Gran parte de la investigación no tendría nada que ver con beneficios sociales o económicos inmediatos. Pero si se esperaba el tiempo suficiente, si se pensaba lo suficiente, si se era lo suficientemente desinteresado en la búsqueda, entre nosotros y la verdad descubierta existiría una profunda armonía.
Me pregunto si esto es realmente así o si sólo fue la mayor de nuestras ilusiones románticas. Tengo una especie de cuadro en el que se ve a la verdad, esperando emboscada en un rincón a que el hombre se acerque, preparada para liarse con él a garrotazos. De los tres ejemplos que he ofrecido –y hay muchos más– podemos deducir un panorama para nuestro bienestar, para nuestra supervivencia, y mucho menos para nuestro progreso económico y social en esta minúscula Tierra.
Los abanderados de la ecología nos dicen ahora que somos huéspedes en esta Tierra. Sin duda ésa es la situación. Y seguramente somos huéspedes en un universo vastísimo e incomprensiblemente poderoso cuyos hechos, cuyas relaciones, no fueron cortadas a nuestro tamaño o a la medida de nuestras necesidades. Sin embargo, pertenece a la eminente dignidad de nuestra especie ir tras la verdad de forma desinteresada. Y no hay desinterés mayor que el que arriesga y quizás sacrifica la supervivencia humana.
La verdad, creo, tiene futuro; que lo tenga también el hombre está mucho menos claro. Pero no puedo evitar un presentimiento en cuanto a cuál de los dos es más importante.

 Fragmento del libro de Georges Steiner Nostalgia del absoluto, Bibliototeca de ensayo, Siruela, Madrid, 2011.




Nacido en París en 1929 en el seno de una familia judía de origen vienés, George G. Steiner, reside desde 1940 entre Estados Unidos, donde se exilió inicialmente, e Inglaterra. Cursó Literatura, Matemáticas y Física en Chicago y Harvard, doctorándose en Oxford en Literatura y Filosofía. Es uno de los más reconocidos estudiosos de la cultura europea y ha ejercido la docencia en las universidades americanas de Stanford, Nueva York y Princeton -donde fue profesor de Literatura Comparada-, si bien su carrera académica se ha desarrollado también de manera intensa en Ginebra (Suiza), Harvard (Estados Unidos) y Cambridge (Reino Unido).

Ha sido durante veinticinco años crítico literario de la revista "The New Yorker", y posteriormente en el diario "The New York Times". Entre 1952 y 1956 trabajó en "The Economist". Más allá de sus preocupaciones -la traducción como problema capital de la cultura, el silencio como respuesta al horror- su obra constituye también una interrogación acerca de la responsabilidad del crítico literario -él prefiere definirse como maestro de lecturas-. Debutó como narrador en 1964 con Anno Domini, si bien es más conocido como uno de los mejores ensayistas de la actualidad, con obras como Antígonas, La muerte de la tragedia, Después de Babel o Martín Heidegger, entre otras. También son obras suyas Pasión Intacta y su autobiografía Errata (1997). Este año 2001 ha publicado en España su obra Nostalgia del absoluto, de 1974. Recientemente ha publicado su última obra, Gramáticas de la creaciòn





La realidad y la lectura

Igualmente, se puede concebir y sostener que cualquier asignación y experiencia de valor es no sólo indemostrable, no sólo susceptible de engaño estadístico (si fuese libre de elegir, la humanidad preferiría el bingo a Esquilo), sino también vacía, carente de sentido, según el uso positivista lógico del concepto. Sabemos cuál fue la solución axiomática cartesiana de tal posibilidad. Descartes formula la condición sine qua non de que no cabe pensar que Dios vaya a confundir o falsear sistemáticamente nuestra percepción y nuestro entendimiento del mundo, que no alterará arbitrariamente las reglas de la realidad (en la medida en que tales reglas gobiernan la naturaleza y son accesibles a la deducción y la aplicación). Sin este supuesto fundamental con respecto a la existencia del sentido y del valor, no puede haber respuesta responsable, no puede haber responsabilidad respondiente ya sea al acto del discurso o al acto poner en orden el texto y al acto de la selección de ese acto que llamamos texto. 
Si no damos un salto axiomático hacia el postulado de la significatividad, no puede haber esfuerzo en pos en la inteligibilidad y del juicio de valor, por provisionales que sean (y nótese lo que hay de «visión» en el concepto de provisional). Allí donde se anula el «radical» -la raíz etimológica y conceptual- de Logos, la lógica es efectivamente un juego vacío.
Debemos leer como si el texto que tenemos ante nuestros ojos tuviera significado. Tratándose de un texto serio, no será éste un significado único, si es que nos hace responsables de su fuerza vital. No será un significado o figura (estructura, complejo) de significados aislados de las presiones transformativas y reinterpretativas del cambio histórico y cultural. No será un significado al que se llega por cualquier proceso determinante o automático de acumulación y de consenso. La(s) comprensión(ones) verdadera(s) del texto o de la música o de la pintura pueden, durante un tiempo de conjuro que puede ser más breve o más largo, estar al cuidado de pocos, o de un solo testigo e interlocutor. Sobre todo, el significado al que se aspira, nunca será tal que puedan agotarlo del todo o totalizarlo, la exégesis, el comentario, la traducción, la paráfrasis, la descodificación psicoanalítica o sociológica. Sólo los poemas débiles pueden ser comprendidos e interpretados exhaustivamente. Sólo en los textos oportunistas o triviales puede la suma de la significación ser igual a la suma de las partes.
Debemos leer como si el ambiente temporal y de ejecución de un texto, en verdad, importaran. Los contextos históricos, las circunstancias culturales y formales, todo aquello que es conjeturable o concebible acerca de las intenciones de un autor, todo ello constituye una serie de ayudas vulnerables. Sabemos que han de ser estudiados con severa ironía y examinados para determinar qué hay en ellos que sea debido al azar subjetivo. De todas maneras importan. Esos elementos enriquecen los niveles de consciencia y de goce; generan limitaciones que operan sobre las complacencias y sobre la licencia que es propia de la anarquía interpretativa.
Este «como si», esta condicionalidad axiomática, es nuestra apuesta cartesiano-kantiana, nuestro salto hacia el sentido. Sin ella, las letras se convierten en fútil narcisismo. Pero esta postura requiere una fundamentación clara. Quiero indicar sumariamente los riesgos de finalidad, los supuestos de trascendencia que, en primera o en última instancia, subyacen a la lectura de la palabra tal como yo la concibo. Cuando leemos en verdad, cuando la experiencia se propone el sentido, lo hacemos Como si el texto (la pieza musical, la obra de arte) encarnara (la noción está fundada en lo sacramental) una presencia verdadera del ser significante. Esta presencia verdadera, como en un icono, como en la metáfora que se actualiza en el rito del pan y el vino es, finalmente, irreductible a cualquier otra articulación formal, a cualquier deconstrucción o paráfrasis analítica. Es una singularidad en la que concepto y forma constituyen una tautología, coinciden punto por punto, energía por energía, con ese exceso de significación sobre todos los elementos discretos y los códigos de significado que llamamos el símbolo o la disposición de transparencia.
Estas no son nociones esotéricas. Pertenecen al vasto repertorio de los lugares comunes. Son perfectamente pragmáticas, experienciales, repetitivas, cada vez que un poema, un pasaje o una prosa se apoderan de nuestro pensamiento o de nuestras sensaciones y penetran dentro de los vericuetos de nuestro recuerdo y nuestro sentido del futuro, cada vez que una pintura transmuta los panoramas de nuestras percepciones previas (después de Van Gogh los chopos se incendian; después de Klee, los viaductos andan). Ser «habitados» por la música, el arte, la literatura, sentirnos responsables de tal posesión como un anfitrión se siente respecto de su huésped -quizá desconocido, inesperado- al atardecer, es experimentar el tópico misterio de una verdadera presencia. No somos muchos los que nos sentimos compelidos, o poseemos los medios expresivos de, registrar la dominante cualidad de esta experiencia, Como lo hace Proust cuando cristaliza el sentido del mundo y de la palabra en la pequeña mancha amarilla que es la verdadera presencia de una puerta junto a la ribera de un río en la Vista de Delft de Vermeer; o como lo hace Thomas Mann cuando pone en palabras y metáforas el embrujo que se apodera de nosotros, ese «subyugarnos» ante el op. 111 de Beethoven. No importa. La experiencia en sí es algo con lo que nos sentimos perfectamente a gusto -un idioma que forma parte de nosotros- cada vez que vivimos un texto, una sonata, una pintura.

Leer, una experiencia teológica


Por otra parte, aunque hemos olvidado en gran medida esta experiencia de, este suscribir por, una presencia verdadera es la fuente de la historia, de los métodos y de la práctica de la hermenéutica y la crítica, de la interpretación y del juicio de valor en la tradición occidental. Las disciplinas de la lectura, la Idea misma del comentario y la interpretación estrictos, de la crítica textual tal como la conocemos, deriva del estudio de las Sagradas Escrituras o, más precisamente, de la incorporación y desarrollo en dicho estudio de prácticas más antiguas de la gramática helenística, la recensión y la retórica. Nuestras gramáticas, nuestras explicaciones, nuestras críticas de textos, nuestros esfuerzos para pasar de la letra al espíritu, son los herederos inmediatos de las textualidades de la teología judeocristiana y de la exegética bíblica de la patrística. Lo que hemos hecho desde el escepticismo enmascarado de Spinoza, desde las críticas de la Ilustración racionalista y desde el positivismo decimonónico, es tomar prestada moneda corriente, inversiones vi- tales y fianzas del banco o del Tesoro de la teología. De la teología hemos sacado nuestras teorías sobre el símbolo, nuestro uso de lo icónico, nuestro idioma de creación poética y del aura. Son estos préstamos de terminología y referencia contraídos con la teología los que dan por resultado que haya lectores magistrales en nuestro tiempo (como Walter Benjamin y Martin Heidegger) con su licencia de habilitación para la práctica. Hemos tomado prestado, y traficado, y hecho calderilla de las reservas de autoridad trascendente. Muy pocos de nosotros hemos hecho imposiciones a título de devolución. En sus puntos claves de discurso e inferencia, la hermenéutica y la estética de nuestra civilización secularizada, agnóstica, hay un acto más o menos consciente, más o menos comprometido de ratería (y es este apuro lo que hace resonante y tensa- mente iluminador el comentario de Benjamin sobre Kafka o el de Heidegger sobre Trakl y sobre Sófocles). ¿Qué implicaría reconocer, incluso devolver estos préstamos masivos? Para Platón, el rapsoda es aquel que ha sido poseído por el dios. La inspiración es literal: el daimon penetra en el artista, dominando y yendo más allá de los límites de la persona natural de éste. Buscando un reaseguro para la imperiosa tiniebla, para el gran estallido en lo desordena- do en sus poemas, Gerard Manley Hopkins no se apoyaba ni en la percepción de unos pocos espíritus elegidos ni en la autoridad pedagógica del tiempo. No sabía si su lenguaje y su prosodia serían comprendidos alguna vez por otros hombres y mujeres. Pero esa comprensión no era de la esencia. La recepción y la validación están, decía Hopkins, en Cristo, «el único crítico verdadero». Tal como ha sido desarrollado en Clio, el análisis y descripción del acto completo de la lectura que allí hace Péguy, de la lecture bien faite, sigue siendo lo más incisivo, lo más indispensable con que contamos. En ese análisis se encuentra la afirmación clásica de la simbiosis entre el lector y el escritor, la generación colaborativa y orgánica del significado textual, de la dinámica de la necesidad y de la esperanza que teje el discurso a la respuesta revitalizante del lector y «reminiscente». En Péguy los derechos de propiedad y la lógica del argumento son explícitamente religiosos; el misterio de la creación artística, poética, y el de la recepción vital, nunca son del iodo seculares. El siniestro sentido de blasfemia que hay en todo acto primordial de creación, de ilegitimidad frente a Dios, habita en cada movimiento del espíritu y de la composición en la obra de Kafka. El hálito de la inspiración contra el cual el verdadero artista trataría de cerrar sus aterrados labios, es el de aquellos vientos paradójicamente animados que soplan «desde las regiones inferiores de la muerte», en la oración final de «Graco, el cazador». Esos vientos tampoco son de origen racional, secularizado.(Traducción: Enrique Lynch)


http://www.letras.s5.com/index.htm
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