jueves, 8 de mayo de 2014

MARIO MORALES / el discìpulo de Roberto Juarroz

MARIO MORALES






CARTAS A MI SANGRE 





1

Soy un mito. Estoy fabricando mi espejo y con un placer asesino me dejo aniquilar por este vidrio que de tanto copiar, crea.



Furiosa sed de vivir hasta vivir. Y no mechado de sol, robando a escondidas de nuestra mano, que no sabe robar: olores verdes, misa con cruz hecha de carne y sangre, goce limitado por lunas borrachas de mirarse y desearse. Y vestidas por algún sueño frustrado sin soñar.


Y la noche. Sólo ella es constante en su locura. (Pero todavía puedo crear cucarachas para enloquecer mis sábanas y equilibrar la cordura).

Las mañanas mueren con sol y sin reposo. Las mañanas mueren levantando senos que me viven con su implacable desafío de no saber nunca. Pero yo tampoco sé. Y entonces quizás ser feliz y tener hijos como un Dios de catecismo. Y sin redención. Pero con cruz.

¿Acaso hay muerte alguna vez? Ahora, aquí y ahora, hay este eterno vivir, este vivir sin causa y casi sin hombre. Y toda hora sabiendo y sin decidir es una agonía que vivo con mi verdad. Y mi ser es una joroba de ángel, un contrahecho de verdades. Negar o aceptar es suicidarme un poco, a medias, existiendo. Fuga y retorno resueltos sin resolverme. Uno de mis pies está apoyado en el mundo, el otro en nada. Y éste es mi equilibrio.

Estamos en una existencia dilatada entre lo azul y lo azul, una existencia que no podemos dejar de amar ni siquiera con todo nuestro odio.

Ah, y el tiempo, el tiempo. La angustia sin horas ni minutos, la angustia burlada pero llena de sí misma, rebasándose, la infinita angustia.

Y el amor, alcahuete del alma, que me hace feliz, irreparablemente feliz.

Hay una impotencia de estrellas. Impotencia de estrellas que no pueden ser hacia arriba. Imposible sed, copa ebria de vaciarse. Las estrellas deberían ser paganas.

Soy un Lázaro paralizado entre la vida y la muerte, por un Jesús sin ganas. Soy un creador sin reino y con creación. Creación para nada. Y sin pausa.

2



Siento ganas de morir hacia todas partes. Siento ganas de morir lejos de mí. Siento ganas de morir con todo el ser.

Escribir, tomar café, fumar: nada. Pero escribir, tomar café, fumar.


Y un dios desteñido con el azul, de pensarlo. Un dios disuelto en la mirada neurótica de la página en blanco.

Yo sé que lo eterno muere hoy, en esta página.

Siento ganas de morir. Y más. Siento ganas hasta de estar enfermo después de morir.






3



La palabra es un hueco que comienza a crecer, antes y después de los labios. Y hoy las palabras me nacen en la columna vertebral, bebiendo sus propios cuerpos hasta volverse invisibles.



La tierra no es redonda para mis pies, que la descubren todos los días. Pero la muerte tiene la dimensión exacta de mis pies y no la de mi voz. Ese es el equívoco. Y las distancias se rompen al cruzar mis labios, como una bandada de sed.

Además, es tonto haber nacido de ochenta y nueve años y media estrella. Y es tonto que la muerte viaje con mayor precisión y velocidad en mis puntos suspensivos. Y es demasiado tonto haber nacido en el tiempo, a contramano de hablar y callar.

He caminado desde el amor hasta después del suicidio. Y sé que la muerte y el silencio son cortos para la lejanía de mis pies, y que muero en mis manos, de la infinita distancia que hay entre ellas y yo.

Yo deseo comenzar a ser en la última mirada, ésa que donamos a la tierra, como un espasmo de ser. Y, tal espasmo me salve del riesgo de no querer ser eterno.

Yo no sé morir. Sin embargo, por mi muerte soy zurdo. Y hasta tengo por costumbre vivir de ese lado.
Pero vivir debería ser algo mucho más simple que nacer o morir. Algo así como amarnos. Pero la vida es una estrella encendida con un fósforo.

Y yo soy el que está clavado en el lugar donde los sueños piensan.

He palpado una caída después del último fondo. He creado una angustia para que Dios comience a pensar. He hablado con la voz que grita en los pies de los muertos. Pero en mi voz hay ahora tinieblas que nunca serán mías.

Y aquí, sobre el vértice de mi imposible, necesito crear. Crear mi grito, el único, el grito de mi muerte a Dios.





















  Para leerlo :

LA DISTANCIA INFINITA

Antología poética 1958-1983

Pròlogo y Selecciòn por María Julia de Ruschi 

La distancia infinita recoge una selección de poemas de Mario Morales, quien, desde sus inicios junto a sus maestros Antonio Porchia y Roberto Juarroz y hasta su muerte, vivió la poesía con una exigencia sin miramientos. Como señala María Julia De Ruschi en el prólogo, el poeta que a lo largo de su obra no dejó de meditar acerca de la palabra poética supo cantar al amor y al dolor de la condición humana de manera conmovedora, porque para Morales la poesía era una tarea del espíritu en la que se ponía en juego la propia existencia, porque creía, con Artaud, que “vivir es quemar preguntas”.
La poesía de Morales, que no deja de interrogarse sobre el oficio poético, evoca la tensión y el desgarramiento entre el desamparo de la soledad y la muerte y el cántico celebratorio que expresa la gioia, la alegría de estar vivo. En sus versos hay una musicalidad que abreva en los quiebres rítmicos del bebop y en la repetición que se despliega en un verso de largo aliento. 
Transmitió su compromiso con la palabra poética, con esa antigua práctica "cuyo sentido yace en el misterio del corazón", con una pasión y una generosidad tales que encendió el fuego en sus discípulos. 
La distancia infinita rescata la obra de un poeta que recreó, desde la lucidez de la incertidumbre, la apuesta por la palabra, por ese golpe de dados que no abolirá el azar pero que lo hallará intentándolo una y otra vez. Un poeta que, en el desamparo de los tiempos de penuria, supo, ante todo, pasar la antorcha.









Mario Morales con Zunino y Redondo



Yo amo las cosas que se van para siempre:
                                                 lo inútil, lo inaccesible,
                                                 el deseo que danza sobre el filo de un abismo
                                                 hecho de soledad y eternidades sin respuesta.
                                                 Y escombros que se alzan
                                                 como campanas o cuerpos
                                                 nacidos del fuego o la demencia,
                                                 de esa orilla última donde la realidad no llega





NOTA DE SANDRO BARELLA ( en La Naciòn )


A más de veinticinco años de su muerte y con sus libros fuera del circuito de las librerías, la aparición de La distancia infinita. Antología poética 1958-1983 pone en circulación nuevamente la obra de Mario Morales. El poeta, nacido en Pehuajó en 1936 y fallecido en Buenos Aires en 1987, animaría desde sus comienzos el grupo El Ruido y la Furia y la revista Nosferatu , e iba a ocupar un lugar central junto a la generación que dio vida al grupo Último Reino, constituido a fines de la década de 1970 y con una presencia indiscutible en la década siguiente. Morales, que recibiera en su juventud el influjo de Roberto Juarroz y, en mayor medida de Antonio Porchia, se constituye de este modo en una especie de puente entre generaciones y, gracias a una concepción sobre la poesía en la que la experiencia de intercambio y transmisión era parte fundamental, en un maestro y compañero para muchos poetas jóvenes que se reunían en torno a su figura. Pero más allá del anecdotario o las incidencias biográficas, la publicación del libro devuelve un lugar a Morales en el conjunto de la poesía argentina y permite no sólo su lectura, sino también la revisión de ese conjunto y de las poéticas que se desplegaron en los últimos treinta años.
Fijar el tiempo de la poesía, sus ciclos, el movimiento pendular del gusto y la opinión, el auge y caída de tendencias y movimientos es en parte tarea de la crítica. En este sentido el prólogo de María Julia de Ruschi (poeta y traductora), a cargo también de la selección de los poemas, le hace justicia a la obra de Morales cuando despliega las coordenadas en las que ésta se fue desarrollando. La formación filosófica del poeta, su pasión por ciertas lecturas -Blanchot, Heidegger, Octavio Paz, Rilke y el surrealismo, entre las más importantes- fueron moldeando una voz que, pensada como totalidad que se teje en el tiempo, se muestra en su coherencia tanto como en sus saltos, y sobre todo en la evidencia de ciertos rasgos que se mantienen inalterados desde Cartas a mi sangre (1958) hasta En la edad de la palabra (1986), pasando por los inéditos que ven la luz en este volumen. La búsqueda de la expresión en Morales está bajo sospecha. El poeta, su poesía, se ubica allí donde no puede darse por hecho que las palabras dicen lo que quieren decir, de ahí que interrogue -y se interrogue- por el límite último del lenguaje. Y es aquí donde para el poeta, el lenguaje y la vida se confunden, se vuelven uno, y la sospecha crece: "Para concretarnos es necesario palpar lo invisible". Entre la cosa y la palabra, se abre un abismo.
En este punto cabe señalar que la poesía de Morales es poesía del pensamiento de la existencia, lo que la ubica por momentos en una zona inestable, de contornos difusos, quedando a las puertas de la mera nominación de los estados del espíritu, o su conceptualización sin referencias. El límite entre lo concreto real -mundo objetivado, y la pulsión subjetiva del individuo-poeta que ha sido arrojado al acto de poetizar, muestra el contraste- el combate entre inmanencia y trascendencia. En el comienzo de un poema que es más que nada un ars poetica , escribe: "Dos riesgos frente al lenguaje poético: la excesiva confianza y/ la excesiva desconfianza (con respecto a las palabras)". Riesgo que Morales asume, porque ha asumido antes el vínculo indisoluble entre la palabra y lo divino. El poeta que escribe "los que han recibido la señal/ saben que no es el ojo/ sino La Palabra la que ve" recibe del mundo el aliento sagrado, intuye una presencia, ora gozosa, ora ominosa, y la devuelve en poemas de una religiosidad sin catecismo.
La obra de Mario Morales se inscribe en una tradición que arraiga en el romanticismo, y que adquiere en nuestro país y en el tiempo que le tocó vivir, cualidades propias. Si como se señaló, hay en su poesía una disposición hacia el aspecto sacro del mundo, el poeta no rehúye de las contingencias de la historia, en cualquier caso ha entendido que ambos encarnan sin solución de continuidad la raíz de la experiencia humana. Esto ha sido expresado con suma lucidez en el largo poema "La canción de Occidente", donde escribe: "Yo he visto lo desconocido/ porque mi arte es de amor/ y no de palabras".


"Nos Une" (extracto de "La distancia infinita") 

Nos une
el silencio que no hemos dicho,
los días infinitos, la lluvia, la tristeza,
la ternura y sus ojos ciegos, pero azules.

Nos une
Algo oscuro como delirio y cenizas,
como la palabra adiós cuando la soledad calla
pero vence.

¿Sabes lo que es la vida 
cuando se ama pero estamos solos?
Es no poder decirlo
y ser una herida sin respuesta.

Es abrir los brazos 
y encontrar la ausencia 
y escribir nada mas que un eco, una campana de oro sepultada en la bruma.
Es gritar la palabra recuerdo 
en la mitad de un beso, en la mitad de un verso
tan violento y tan inútil como todo el recuerdo.

Es amarnos
con el corazón vacío
como un pájaro cuando nace.

Pero amarnos hasta el fin, 
en la soledad, 
en el día interminable 
aniquilado.